Cuando llegó a casa no lo encontró en su cestita.
Miró por todas partes, también en el jardín, pero había desaparecido sin dejar rastro.
Su mejor amigo ya no estaba y rompió a llorar.
En apenas un instante recordó cada una de las veces que habían sido felices juntos.
Nadie le había dado nunca tanto cariño y comprensión sin pedir nada a cambio.
No concebía vivir sin él. Se sentía bien cuando jugaban juntos, incluso cada vez que lo acariciaba.
Siempre pensó que ambos estaban predestinados a ser los mejores amigos de por vida, y se esfumó.
Pasaron los días y llegó a pensar que lo había perdido para siempre. Pero no.
La diosa fortuna quiso que se le volviera a presentar ante sus ojos en pleno salón de su casa.
Volvieron a saltársele las lágrimas, aunque esta vez de júbilo.
Ahí estaba de nuevo su mejor amigo, con el que tantos momentos felices había compartido.
Lo tenía el puto perro.
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